sábado, 11 de abril de 2020

UN CONVOY POR EL DESIERTO



Ancho el horizonte,
doquier la mirada,
no hay promontorios
no hay hondonadas.

El río de arenas,
las dunas la escarpa,
así es la entrada
en el gran desierto,
desierto del Sahara.

A primeras luces
de la madrugada
se interna el convoy,
las horas pasan,
el paisaje aquel
no cambia, no cambia.

Ya en pena estepa,
a media montaña,
una densa bruma
ve la mirada.

Furioso el siroco,
sopla y arrastra,
montañas de arenas
que azota la cara;
aunque a duras penas
el convoy avanza,
el motor se impone
y sigue la marcha.
La naturaleza
inhóspita ingrata
ha sido vencida
por su rival, la máquina.

Cesa la tormenta,
renace la calma,
surge el espejismo
de maravillosa estampa.
Árboles que a lo lejos
parecen formar
un bosque frondoso
y un verde jaral,
pero son leñosos,
de raquítica altura,
sin verde, sin ramas,
y que están sin vida.
Así también,
cual largo desplante
brilla la planicie
tal si fuera agua;
pero al acercarnos
la ilusión se borra,
la realidad se encarga
de desengañarnos,
aunque así parezca
no todo está muerto.
La vida aletea,
aquí en el desierto,
de entre las matas
de espinosas garras
huye espantada
huye la gacela,
oyó el zumbido
del ronco motor
cual león hambriento,
fuera a darle caza,
corre muy veloz
y luego se para,
se pone a excavar,
a ver lo que pasa.
Otro habitante
es la gran gallina,
o es el faisán,
o como se llame
se os sorprende a menudo,
nunca en solitario,
empezando el vuelo,
siempre emparejado;
así muchas horas
y kilómetros devorados.

El sol del desierto
nos hace pedazo
y al anochecer,
oscuro macizo,
no es todo llano;
y desde muy lejos,
a mucha distancia,
se ve un emblema,
emblema muy blanco,
entre aquellos montes,
que sin pérdida de tiempo
y por el mismo itinerario,
a la base de partida,
el convoy ha llegado.

Por Cecilio Clemente Rivera